15.10.10

Notas de Binissaida (VI)


El mar

Aunque su luz es firme, el sol empieza ya a descender. La tarde tiene aún larga vida, pero la brisa suaviza el calor de este sol de septiembre que ha perdido la ferocidad de meses precedentes.
Tomo esta vez el camí de cavalls en una dirección que parece ir hacia el mar. Los muros de piedra seca que lo protegen son admirables y no están exentos de belleza, pero resultan un tanto claustrofóbicos. Marcan la ruta con disciplina férrea, sin dar ninguna opción a la huida. Con la cabeza erguida intento disfrutar del paisaje circundante.
Suavemente, el camino empieza a tomar una deriva que lo aleja de la perpendicular al mar, convirtiéndose a medida que avanzan los pasos casi en paralelo a la línea de la costa. El mar empieza a ser una quimera. Paso entretanto junto a un portón alto y opaco que delata la presencia de un caserón. Unas palmeras lo visten de indiano.
El camino avanza oblicuo y se aproxima ligeramente a la línea del mar, aunque ningún indicio asegura que lo alcance y el muro parece infranqueable. Vistas desde esta cárcel de piedra las aguas del mar se muestran más puras y azules que nunca, por inalcanzables. Me aproximo a una antigua torre vigía, construida también en piedra, de época colonial británica. Resulta paradójico que una construcción tan sumamente rústica y local tenga pedigrí inglés. Debió de ser duro el exilio de los gobernadores y oficiales que cambiaron jardines y bailes en Mayfair por piedras y tramontana en Menorca. Nada más sorprendente que encontrar en las carreteras de esta isla indicaciones con nombres como Marlborough, ecos extraviados de la distante Albión.
Junto a la torre se obra el milagro: el muro semiderruido del camí de cavalls nos invita a desertar de su marcaje militar para poder llegar hasta el mar. La costa aquí es abrupta, moldeada por el viento y las olas. Pequeñas sendas sinuosas, entre espinos, trazan recorridos caprichosos. Intento llegar a las rocas más bajas para poder acceder a este mar prometido y casi pecaminoso, pero todos las rutas parecen inaccesibles.
Obstinado, hago y deshago caminos, asciendo y desciendo peñascos. Al final, consigo acercarme a unas casas blancas, sencillas, como de pueblo levantino. Y veo, cerca de allí, algunas figuras junto al agua. Intuyo la ruta para alcanzarlas y lo consigo. Son una pareja de jóvenes y, curiosamente, una familia hindú. El mar dibuja en este punto una entrada estrecha, como una pequeña ría. Su final y el pueblo que baña resultan desde aquí imperceptibles.
Me reciben las aguas del mar custodiadas por rocas negras, de forma caprichosa, que dan al paraje aspecto de costa irlandesa. Las algas que las cubren son también oscuras, viscosas, poco de fiar. El agua, aunque limpia, tiene una negritud petrolífera. Ha perdido el carácter virginal con que se anunciaba. Caminar descalzo sobre estas peñas estriadas y punzantes es un calvario, pero es la penitencia a pagar para entrar, al fin, en este mar tan deseado que a la hora de la verdad se ha vestido de luto.A pesar de todo, bañarse aquí no decepciona. El frescor del agua resulta reconfortante después del camino recorrido. Aspiro su carácter salino. Nado sin mucha convicción. Me sumerjo. Pienso que un adulto bañándose resulta siempre un poco pueril. Veo pasar alguna embarcación de recreo y las vacaciones de sus tripulantes me parecen absolutamente extemporáneas. Llega un pescador con su perro. Los hindús se van. Yo salgo del agua con el ritual cumplido. Me seco, de pie, al sol y regreso a Binissaida